jueves, 26 de julio de 2012

La tercera desamortización

Santos M. Ruesga (artículo publicado en la revista Ejecutivos, nº 234, julio de 2012)

Sí, puede parecer una afirmación muy tajante, pero en efecto estamos ante lo que podríamos denominar el tercer proceso de desamortización en la historia española. Me estoy refiriendo al proceso de desvinculación que se está llevando a cabo, casi finalizando ya, con las Cajas de Ahorros. 

Probablemente recordarán ustedes, excavando en nuestro colegial aprendizaje de la historia de España, que a lo largo del siglo XIX se llevaron a cabo dos procesos, durante algún tiempo más o menos paralelos, de desamortización en el suelo hispano. El diccionario de la Real Academia Española define la palabra “desamortizar” como: 

1. Dejar libres los bienes amortizados. 

2. Poner en estado de venta los bienes de “manos muertas”, mediante disposiciones legales. 

Pues bien, eso es lo que a través de sucesivas modificaciones de la legislación sobre Cajas de Ahorros se ha hecho con ellas, dejar libres de adscripción a entidades sin ánimo de lucro poniendo los activos de estas entidades en estado de venta, tal cual si se les consideraran de “manos muertas”. 

Vayamos por partes para observar los matices de esta tercera desamortización. Como recordarán Vds. la primera desamortización de los bienes eclesiásticos, arranca ya a finales del siglos XVIII, bajo los reinados de Carlos III y Carlos IV, que siguiendo el discurso del “despotismo ilustrado” tratan de poner en circulación tierras de las instituciones eclesiales, carentes de uso productivo (de ahí el apelativo de “manos muertas”) para ponerlas en circulación, previa expropiación por parte del Estado, con el fin de ampliar la oferta de suelo agrícola disponible para su uso productivo. No será hasta mediados de la centuria siguiente, la XIX, cuando este proceso político y económico alcance una entidad cuantitativa significativa, con las leyes promulgadas por los diferentes gobiernos liberales en varias oleadas. Las de mayor transcendencia política y cuantitativa fueron las promulgadas a impulsos por Juan Álvarez Mendizábal (1936), Ministro de Hacienda y Presidente del Gobierno en la Regencia de María Cristina, y de Pascual Madoz (1855), también Ministro de Hacienda durante el “bienio porgresista”. 

El objetivo en aquel momento era instaurar el Estado Liberal, movilizando recursos para incorporar a la propiedad de la tierra a una amplia masa de campesinos con el fin de extender la adhesión al régimen liberal, contrapunto del Estado Feudal y, en concordancia, aumentar la productividad del sector agrario condición “sine qua non” para abrir paso al deseado proceso de industrialización de la península por los liberales. En suma, los liberales de antaño pretendían promover y extender una clase burguesa urbana y rural que constituyeran el soporte de ese Estado Liberal y convertirles en el adalid de progreso económico de la Patria. De paso, movilizaciones más espurias en la perspectiva de la Hacienda Pública, se dejaban notar buscando recursos para el erario que permitieran alcanzar con éxito el final del conflicto dinástico con los herederos varones de Fernando VII. 

Como en su día enfatizó el profesor Tomás y Valiente, en su brillante análisis del marco político de las desamortizaciones, no se llegaron a alcanzar con nitidez ninguno de los objetivos, políticos o económicos, previstos. Y sí se pudieron constatar a posteriori algunas distorsiones negativas para la marcha de la economía española. La desamortización de los terrenos propios y comunes dejó sin amparo a una masa importante de campesinos pobres abriendo paso, adicionalmente, a un proceso de intensa deforestación que aún hoy no hemos compensado con la repoblación forestal. Pero, además, la forma en la que se llevó a cabo el reparto de las tierras desamortizadas (especialmente las eclesiásticas) contribuyó más bien a consolidar una clase de grandes propietarios, terratenientes, sobre todo en el sur de la Península, que en poco contribuyó al aumento de la productividad en la actividad agraria. No obstante, algún efecto positivo, en la perspectiva del desarrollo urbanístico o de la potenciación de la instrucción pública, se le atribuye a las desamortizaciones que no se cerraron hasta bien entrado el siglo XX. 

¿Y qué tiene todo esto que ver con lo acaecido en las últimas décadas con las Cajas de Ahorros? Pues que, en definitiva, el proceso impulsado desde las instancias públicas, con intereses de grupos financieros más o menos identificados, ha dado como resultado la venta, con o sin previa expropiación, de entidades públicas –ayuntamientos, diputaciones, cabildos, entes eclesiásticos o entidades privadas sin fines de lucro- que habían desarrollado durante centurias, una interesante labor de financiación del desarrollo territorial en sus respectivos ámbitos geográficos de intervención. Al calor de una reclasificación de estas entidades como de “manos muertas” (salvando las distancias de tiempo y concepto), desde el inicio de la transición se impuso un discurso generalizado en los ámbtios politicos y financieros que clamaba por la escasa eficiencia de estas instituciones financieras bajo un prisma “moderno” de lo que habría de entenderse por una entidad bancaria. 

A este respecto, es importante resaltar la función social que cumplen o cumplían las Cajas de Ahorros, que en muchos casos, muchas de ellas arrancaron con actividades de préstamo a través de montepíos (el Monte de Piedad tradicional), más allá de la propia actuación de la denominada Obra Social. Hay que decir que a partir de un cierto desarrollo de las Cajas de Ahorros, su función de captación de ahorro en el entorno local es un aspecto importante a la hora de generar inversión y, en segundo lugar, la colocación de sus activos en forma de crédito en el entorno territorial en el que se mueve. Se ha visto como en bastantes ocasiones, en territorios tradicionalmente con no mucho dinamismo económico, estas entidades han jugado un papel fundamental para el mantenimiento de la actividad económica e incluso de la promoción de los pequeños y medianos negocios, aunque no siempre las Cajas de Ahorros han contribuido a consolidar un cierto proceso de acumulación financiera en los entornos locales, desde un punto de vista de la colocación de sus activos, ya que, a veces, se han constituido en un mecanismo de trasvase de ahorros desde los lugares de captación a otros de mayor actividad industrial, principalmente. Función que, de manera extensa, desarrollaron en los años sesenta y setenta, captando pasivo en sus propios territorios y trasladándolo a instituciones como el INI (Instituto Nacional de Industria) o la propia Bolsa, quienes los canalizaban hacia los centros industriales del país (véase País Vasco y Cataluña). Pero esto es harina de otro costal. 

Lo importante es constatar como en esa labor de captación de pasivo en los ámbitos locales, la función de préstamo también en sus territorios, se ha ido desarrollando a través de una gestión en la que participan diferentes estamentos corporativos de la sociedad civil del entorno local/empresarial, en el que desarrollaba su actividad la Caja de Ahorros. 

La primera transformación de transcendencia que se opera en este tipo de entidades arranca en los años ochenta de la pasada centuria, ya más o menos consolidada la Transición, cuando sus primeros gobiernos entienden que estas entidades tienen que desarrollar su operativa homologándose con los de la banca privada, algo que podríamos denominar como la “bancarización de las Cajas de Ahorros”. Esto que desde un punto de vista técnico podría tener algún sentido sobre todo por modernizar la operativa, se convirtió fundamentalmente en un proceso de emulación en los tamaños o las dimensiones de las Cajas de Ahorros con respecto a la banca privada. Quiere esto decir que a partir de la Ley 31/1985 que remodela los Consejos de las Cajas de Ahorros y de manera mucho más clara ya en todo el período expansivo de los años noventa, se abre un proceso con una dinámica fuertemente competitiva por incrementar su volumen de captación de pasivo y superar el contenido depositado en la banca privada. Sus máximos gestores se enzarzaron en una carrera que, al tiempo de ofrecerles pingües beneficios a los directivos de estas entidades cuyo alcance estamos conociendo estos últimos meses en términos de remuneraciones escandalosas para los mismos, significó una enorme expansión de las oficinas de las Cajas de Ahorros y el salto hacia otros territorios que en los últimos años han supuesto incluso la internacionalización para algunas de ellas. Esta dinámica rompe con algunos de los pilares tradicionales de las Cajas de Ahorros, la circunscripción a un territorio determinado y la operativa dentro del mismo, al tiempo que ha contribuido a sobredimensionar al sector financiero español. La gestión se “profesionaliza” y se politiza desde los ámbitos ya no locales sino fundamentalmente regionales. Eso significa que como entidades financieras entran a concurrir en un mercado altamente competitivo y por lo tanto aumenta la vulnerabilidad de las mismas, al tiempo que reduce sustancialmente su función social de cara al entorno territorial inmediato. 

Otro evento importante a destacar en la carrera expansiva de las Cajas de Ahorros lo proporciona el boom inmobiliario de la segunda parte de los años noventa. En este nicho de actividad productiva, operando desde los ámbitos locales, las Cajas de Ahorros se encuentran en un espacio importante para la colocación de sus activos muy rentables durante la fase expansiva de la burbuja. 

Probablemente, la combinación de estos tres elementos: la fuerte expansión en la captación del pasivo y la colocación del activo más allá “de sus fronteras naturales”, la especialización de profesionales-políticos y la expansión de su activo en el ámbito de la actividad inmobiliaria, permite entender la crisis en la se han ido sumergiendo las Cajas de Ahorros. En suma, las sucesivas reformas no han ido en la dirección de consolidar esa función social de las Cajas en el territorio nacional sino en la desaparición y destrucción de las mismas hacia un modelo de entidades financieras similar al existente en la banca comercial. 

La ley de Cajas de Ahorros del año 2000 y, de manera mucho más clara la Reforma promulgada en el año 2010, una por parte de un Gobierno conservador y la otra por un Gobierno socialista, consolidan esa “bancarización” de las Cajas de Ahorros hacia la constitución de entidades financieras puramente mercantiles arrojando por la borda su función social genérica, la financiación de los entornos locales y su función social específica, la Obra Social, que en los próximos años irá siendo reabsorbida por otro tipo de actividades dentro de lo que se suele entender como responsabilidad social corporativa, algo bastante lejano a la tradicional Obra Social de las Cajas de Ahorros. 

El tratamiento político impulsado para afrontar la situación de las Cajas en los últimos años, forzando la fusión de aquellas que se iban enfrentando a problemas de solvencia y, por tanto, de viabilidad futura, ha sido el último episodio en el proceso de desamortización de estos bienes públicos, sin conseguir por ello, dotar de mayor eficiencia al conjunto del sistema pero eso sí favoreciendo un proceso de fortísima concentración financiera que ha dejado el manejo del dinero en el país en muy pocas manos, muy alejadas de las realidades menos dimensionadas de nuestro tejido productivo. No se ha impulsado dicho tejido productivo, será un pingüe negocio para las arcas públicas y, muy al contrario, no se ha alcanzado un sistema financiero más eficiente, de momento.

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